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Orfeo de Jean Cocteau


Ficha técnica y sinopsis. Portada del programa de mano.

«Yo sé que la poesía es imprescindible, pero no sé para qué...»

Jean Cocteau.


Orfeo (Orphée, 1950) de Jean Cocteau, es una película personalista y de producción anticipada a su tiempo, con una interpretación poética, transpuesta sobre el siglo XX, de uno de los relatos más recordados de la mitología griega. Orfeo, poseedor del don de la música y la poesía, se adentraba en el inframundo para devolver a su amada Eurídice de nuevo a la vida, condicionado para esta tarea con no poder mirarla mientras la salvaba. Cocteau reinventa el personaje de Orfeo, un trovador de origen tracio, transformándolo en un poeta francés egocéntrico cuyo trabajo le ha llevado a la fama, lo que también significa, en este caso, encontrarse con el odio de una generación más joven —un tema, el del conflicto generacional, al que el propio Cocteau se enfrentaría y que se convirtió en un objeto de estudio fundamental para los próximos directores de la Nueva Ola francesa—.

Orfeo, interpretado por el ex amante de Cocteau Jean Marais, tiene el aspecto de un Jean Gabin estilizado, aunque de presencia menos simpática que la del mito francés; más bien, presenta una mirada amarga y cabreada, la de un hombre que vive a la deriva. Después de presenciar la muerte del poeta rival Jacques Cégeste —Edouard Dermithe, también amante de Cocteau en su momento—, Orfeo sigue a la misteriosa dama que le acompañaba, una mujer aparentemente terrenal (María Casares) que, en un principio, parece dirigirse al hospital con el cuerpo del joven. En cambio, acabarán en una mansión descompuesta, donde la extraña mujer se revela a sí misma como la Muerte —o al menos una de las encarnaciones de la Muerte—.


Cartelería internacional de Orfeo.


Así comienza un extraño triángulo amoroso, con la Princesa (la Muerte) enamorada de Orfeo y, a la vez, con la tarea de llevarse de entre los vivos a la esposa de éste. La delicada e ingenua Eurídice (Marie Dea) completa un matrimonio que nada tiene que ver con el romance expuesto en el mito. Con unos encuentros mucho más pasionales, los antiguos relatos transmitían una mayor intensidad, pero en el caso de este nuevo Orfeo, la unión con Eurídice representa la comodidad y la estabilidad.

Orfeo se siente fascinado por la Princesa, y la seguirá, aparentemente, para recuperar a su mujer. Mientras tanto, el chófer de la princesa, Heurtebise (François Périer), se enamora de Eurídice, a pesar de que ella sólo tiene ojos para Orfeo. Como en el mito griego, Orfeo tendrá la posibilidad de llevar a Eurídice de vuelta a la vida, bajo la prohibición de mirarla, una situación que Cocteau maneja con un humor sorprendente, utilizando a Heurtebise como un intermediario que debe corregir constantemente la mirada de un Orfeo frustrado. Al estar Heurtebise enamorado de Eurídice, se producen escenas con una emocionalidad añadida, en las que le vemos trabajando en contra de sus verdaderos deseos, manteniendo viva la relación de Orfeo.

Entendemos pues, que Orfeo no es realmente el personaje central; más bien, el corazón de la película pertenece a la Princesa y Heurtebise, y ambos, técnicamente muertos, encarnan la pasión y el verdadero amor, correspondido o no. Son ellos los que aman incondicionalmente y lo sacrifican todo, mientras que Orfeo, en otro orden de cosas, intenta aprovecharse de la situación para dar sentido a su vida.

Tanto el guion como la dirección de Jean Cocteau, otorgan a la película los mecanismos necesarios para hacerla entendible en el contexto de su realización, solventando con nota las dificultades de una adaptación que corría el riesgo de quedar como la ocurrencia cursi de un fumador de opio. Todos los efectos especiales y trucos ópticos se manejan con habilidad artesanal, propia de los grandes maestros del séptimo arte, y convierten los escenarios en el espacio ideal para tales situaciones.


La mirada silenciosa de la Muerte (María Casares) sobre Orfeo se ilumina de forma progresiva, transmitiendo una pasión contenida pero insaciable.


Cocteau fue un artista polifacético que hizo de todo, desde la poesía, a la novela, pasando por la dramaturgia o la pintura. Su primera incursión en el cine de vanguardia y experimental sería La sangre de un poeta (Le Sang d'un poète, 1930), hasta que más tarde y tras 16 años cimentándose, realizara la magnífica fantasía de La bella y la bestia (La belle et la bête, 1946). Belleza que, en cierto modo, continuaría con Orfeo, culminación de un período cinematográfico particularmente fértil para Cocteau, durante el cual escribió y dirigió tres largometrajes y un cortometraje, pero también adaptó su novela de 1929 Les enfants terribles para que la dirigiera su compatriota Jean-Pierre Melville.

Como ocurre con otras películas de Cocteau, la narrativa de Orfeo es, en última instancia, menos importante que el ambiente onírico que recrea. Como artista y pintor, que también hizo incursiones en la escenografía teatral, Cocteau conocía el valor de las imágenes visuales, y Orfeo es una obra maestra a la hora de transformar lo cotidiano en lo fantasioso, dentro de unos medios limitados.

Evitando unos efectos especiales demasiado complejos, Cocteau se basa principalmente en técnicas primitivas de prestidigitación, que ya favorecieron el trabajo de pioneros como George Méliès, logrando un aura sobrenatural ideal para una película como Orfeo. Simples trucos como la reproducción invertida, dotan a acciones ordinarias de cierto misterio, mientras que la decisión de utilizar ruinas de edificios destruidos durante la Segunda Guerra Mundial para representar la "Zona" (el espacio intersticial entre la vida y la muerte), resulta poderosa y efectiva, transmitiendo las sensaciones etéreas del otro lado, y llamando la atención por todo lo concerniente a los resultados devastadores de la guerra.

Incluso sin ningún tipo de efectos especiales, lo mundano también se transforma, sirviendo de ejemplo la utilización del cruce de la vía de tren, a modo de división entre ambos mundos. La mezcla de lo establecido y lo ilusorio es un tema recurrente en Orfeo, que también hace un uso constante de todo lo que sean superficies reflectantes, asimiladas para tal caso como portales hacía la otra dimensión —la idea de, literalmente, dirigirse hacia el reflejo de uno mismo para entrar en el otro mundo, manipulando descaradamente los principios de la física, nos recuerda el lado más egocéntrico de los artistas—.

Orfeo juega a ser una fábula efectiva sobre las naturaleza de la vida, el amor y la muerte, pero también resulta ser una crítica afilada de la naturaleza de la vida moderna. Orfeo es el símbolo más evidente del desenfreno que puede alcanzar el ego humano, y su redención llega a través de las largas tribulaciones entre nuestro mundo y el otro, haciendo posibles los sacrificios tanto de la Princesa como de Heurtebise. En este trayecto sorprende el foco que pone Jean Cocteau sobre la burocracia, para representar un inframundo dirigido por burócratas, organizado en torno a tribunales, y mantenido meticulosamente por un conjunto de leyes.


A través de los espejos, el personaje de Orfeo (Jean Marais) se enfrenta tanto a la vida como a la muerte.


Esta fantasía noir no deja de revelar diferentes significados, siendo en algunos momentos una alegoría de la Poesía, una crítica de las relaciones matrimoniales o, simplemente, una alucinante galería de espejos que nos va dejando multitud de frases enigmáticas. Todos estos elementos tan característicos marcan la tez de la película, para dejarla expuesta a un debate continuo sobre la postura y el origen de sus ideas.

Las consecuencias físicas, espirituales y políticas de la Segunda Guerra Mundial no dejan de ser muy notables, ya que se encuentran por toda la película, lo que seguramente le sirviera a Cocteau para apartarse de las acusaciones de colaboracionismo, debidas probablemente a los buenos modales con los que trataba a renombrados artistas o intelectuales nazis. Orfeo se mantiene con eficacia presentándose como una fantasía romántica fuera de un contexto histórico y cultural pero, si la vemos como el reflejo directo de la historia de Francia, logra ser más gratificante y rica, aunque su esencia no abandone en ningún momento su naturaleza de fábula atemporal. La pasión, en Orfeo, es sinónimo de autodestrucción, y son las sombras de una modernidad incierta las que lo consumen todo.

En definitiva, en esta última sesión del ciclo 'La Muerte personificada en el cine', asistimos a una obra derivada de los preceptos del realismo mágico, que se ahoga poco a poco en las ensoñaciones paranoicas de un cineasta, Jean Cocteau, que siempre recordaremos por su cruzada contra las convenciones artísticas, para coronarse como una de las mentes más creativas del siglo XX.



Toni Cristóbal



Vídeo introductorio a Orfeo
por Toni Cristóbal.